JOSÉ GONZÁLEZ MARÍN

GONZALÉZ MARÍN Y LOS CARTAMEÑOS


por Sebastián Gámez Millán






El refrán popular nos recuerda que “nadie es profeta en su tierra”, y parece que en España es aún más difícil que en otros lugares –compárese con Francia o Inglaterra–; pero no porque no haya personas o personajes con suficientes méritos para tales reconocimientos, sino porque con frecuencia los políticos y los ciudadanos, divididos en sus juicios, se muestran incapaces de valorar y de dar a cada uno lo que es suyo, que es uno de los nombres de la justicia.


Poco o nada sabía yo antes de 1999 de José González Marín salvo que en Cártama una calle lleva su nombre, y hubo un teatro y un campo de fútbol que también lo llevaron… En ese año al borde del nuevo milenio apareció una biografía, José González Marín. El faraón de los decires, escrita por Pedro Dueñas, José Luis Jiménez Sánchez y Francisco Baquero Luque, tres de las personas que mejor conocen la historia de Cártama y que más se han preocupado y ocupado con investigaciones y publicaciones de conservar su legado. El prólogo, breve y certero, como miles de sus columnas diarias, es del añorado poeta y periodista Manuel Alcántara.


  Lo leí con atención, sorpresa y admiración, pues ignoraba que entre los ciudadanos de Cártama hubiera un hijo suyo que ejerciendo como rapsoda gozó en el mundo hispánico de tal reconocimiento a este y al otro lado del Atlántico. Escritores de la talla de Valle-Inclán declararon: “Confieso que fui a escucharle con temor de encontrarme con un traficante más del arte. Me equivoqué y lo celebro. Inteligente, sensible, es un intérprete personal inconfundible e inimitable”.


Hijo adoptivo de numerosos pueblos y ciudades, en 1934 el Gobierno de la República le otorga la Gran Cruz de Isabel la Católica, que le entregaron en el Teatro Cervantes de Málaga, con el panegírico a cargo de Jacinto Benavente, Premio Nobel de Literatura. Imposible enumerar todos sus méritos en estas líneas. Ciertamente, por momentos la biografía roza la hagiografía, pero además del trabajo de rescatar del olvido a esta figura esencial de la interpretación poética, confío más en los corazones que admiran que en los que envidian.


A pesar de ello el nuevo Teatro de Cártama no recibió el nombre del faraón de los decires. Reconozco que detesto el provincianismo, pero, ¿hay alguien que hubiera elevado sobre el escenario a la poesía y la interpretación hasta semejante altura, no ya en Málaga o Andalucía, sino en España e Hispanoamérica? Quizá habría otras figuras con las que se disputaría el firmamento de la rapsodia, pero por entonces no brillaban más, y menos aún por nuestra comarca.


Sin ir más lejos, en Alhaurín el Grande el Teatro municipal lleva el nombre de Antonio Gala, ilustre dramaturgo, poeta y novelista, que no nació allí, pero que ha residido durante temporadas. Nativo o no, por sus indiscutibles méritos en el mundo del teatro y de la literatura, la elección es acertada y honra al teatro con su nombre y a la corporación que hizo justicia.


Allá por donde iba, cualquier escenario de España o Hispanoamérica, González Marín solía presentarse con estas palabras: “Yo soy… un andaluz de Cártama / y de Málaga, nombres dulces… / de la mágica Bética, / como tres limones verdes / de juventud y primavera… / Yo soy yo de principio hasta el fin, / yo no estoy traducido, / yo soy Pepe González Marín. Nació en Cártama, se crió y creció en ella y, aunque recibió no pocas propuestas de vivir en otros lugares, quiso vivir y morir aquí.


Con todo, el nombre del campo de fútbol se cambió y el de la calle se ha puesto en tela de juicio. ¿A qué se debe que no se le reconozca a la altura de sus indiscutibles méritos? A motivos ideológicos, que no razones. Basta con (des)calificarlo de “falangista” para que su figura como rapsoda se vea eclipsada. Pero reducir la multiplicidad de aspectos de los que se compone la identidad humana a uno sólo que rechazamos es, además de injusto, sumamente peligroso para la convivencia democrática, inconcebible sin un pluralismo ideológico. Recuerda a la práctica de los nazis con los judíos.


Pienso que debemos distinguir el ámbito en el que nos movemos y que cualquier persona merece ser juzgada antes que por otra cosa por la profesión a la que se dedicó, pues siempre habrá aspectos morales con los que no coincidamos, y alzar esta parte por encima de todas las demás es profundamente desproporcionado e injusto. ¿Acaso a Picasso, el artista más revolucionario del siglo XX, se le juzga por cómo trataba a las mujeres que pasaron por su vida? Por cuestiones ideológicas los ejemplos pueden multiplicarse con nombres de grandes filósofos y escritores del siglo XX, como Heidegger o Louis-Ferdinand Céline.


Seamos inteligentes y procuremos estar a la altura de los tiempos, y trabajemos juntos para que la Guerra (In)civil no nos siga enfrentando absurdamente. Cuando decimos que somos seres históricos lo sostenemos, entre otras razones, porque padecemos las causas y consecuencias de la misma, que nos arrastra. Y más aún durante conflictos bélicos. Valiosos testimonios sobre la misma no nos faltan: La velada en Benicarló, de Manuel Azaña; Madrid, de corte a checa, de Agustín de Foxá; A sangre y fuego, de Chaves Nogales; Réquiem por un campesino español, de Ramón J. Sender; San Camilo, 1936, de Camilo José Cela… Por citar algunas obras literarias de uno y otro bando, o de ninguno de ellos. O si lo prefieren, pueden leer el ensayo Las armas y las letras. Literatura y guerra civil (1936-1939), de Andrés Trapiello. Comprobarán que del mismo modo que no creamos nuestra vida tanto como la padecemos, así sucede con la historia.


Después de leer aquella biografía, José González Marín. El faraón de los decires, tuve la fortuna de visitar el estudio-despacho del rapsoda, que me sorprendió: era una suerte de biografía a través de lujosos objetos regalados por destacadas personalidades de la época. Pero para aquellos que quieran encasillar al rapsoda bajo una etiqueta, con una voluntad motivada por sentimientos que contribuyen más a deshumanizar que a humanizar, les recordaré que junto con una foto dedicada de Franco conviven –no diré armoniosamente, pues cualquiera que conozca la mecánica del poder democrático sabe que la tensión es ineludible e irresoluble; de lo contrario puede degenerar en totalitarismo– en ese espacio poemas de Lorca y Alberti, es decir, diversas ideologías, y podía ser amigo de los unos y de los otros. Todavía más, debido al prestigio que alcanzó, no pocas veces lo llamaban para ayudar a una persona a salir de la cárcel o de una muerte segura, y cuando González Marín emprendía el camino en su búsqueda no preguntaba a qué ideología pertenecía. Le bastaba con saber que se trataba de una persona


Las manos de González Marín: de lo invisible a lo visible. 

Por Sebastián Gámez Millán 




    Por esas razones del corazón que la razón no conoce, Francisco Baquero Luque, que cumplió recientemente 90 años, lleva décadas reivindicando la figura artística y humana de José González Marín, a veces hasta incurrir en la hagiografía. Pero por lo general me inspiran más confianza las personas que acostumbran a admirar y agradecer que aquellas que envidian y calumnian. Como si fuera un niño o un científico que había descubierto algo insólito, hace unos días me llamó para que reparara en la expresividad de sus manos, con las que también declamaba y cantaba, y de qué extraordinaria forma.

     La imagen es una fotografía del rapsoda que ya conocía, pues está recogida en la página 227 de la biografía que le dedicaron Pedro Dueñas Carvajal, José Luis Jiménez Sánchez y Paco Baquero, José González Marín. El faraón de los decires. Aparece con las manos entre el pecho y la garganta, con las venas exaltadas, como si se estuviera desgarrando las telas del corazón. En efecto, alcanza tal fuerza de expresividad con el gesto de las manos que las podría haber esculpido un Miguel Ángel, un Bernini o un Rodin. Al igual que en la memorable sentencia de Pascal con la que he decidido comenzar, corazón es una metáfora que equivale a sentimientos. 

    Precisamente una de las funciones de los artistas es transmutar en visible lo invisible, y de ese modo ampliar y enriquecer eso que los griegos clásicos llamaban el logos, el lenguaje, la razón. En este caso lo invisible son los sentimientos, el mundo interior. Y a través no sólo de su voz, sino también de su rostro y de sus manos y de su cuerpo todo, encarna la poesía, y pulsa las teclas de eso que Antonio Machado denominaba “los universales del sentimiento”, donde todos, sin excepciones de sexo, etnia o clase social, nos reconocemos como humanos. En este sentido el arte es solidaridad, concordia, cosmopolitismo. 

    En algunos artículos y libros míos, como Conocerte a través del arte (2018), he argumentado sobre el poder cognitivo y transformador del arte. Sin ser un poeta, en tanto que no era autor de los versos que recitaba, el arte dramático de González Marín era equivalente al de estos tal como lo concibió Fernando Pessoa en uno de sus más célebres poemas, “Autopsicografía” (1932), en el que en condensados versos explora el proceso de transmutación del poeta y la recepción de los lectores. Si sustituimos los términos “poeta” por “actor”, y “lectores” por “público”, el sentido del texto apenas se altera y representa la emoción y el placer que González Marín debía de suscitar entre quienes lo escuchaban: 

 Autopsicografía 

 El poeta es un fingidor. 
Finge tan completamente 
que hasta finge que es dolor 
el dolor que en verdad siente. 
 
Y, en el dolor que han leído, 
a leer sus lectores vienen,
 no los dos que él ha tenido,
 sino sólo el que no tienen. 

 Y así en la vida se mete, 
distrayendo a la razón, 
y gira, el tren de juguete 
que se llama corazón.

     Quizá nunca nos sentimos tan vivos los seres humanos como cuando estamos sintiendo, y esto es justo lo que nos ofrece la poesía y cualquier modalidad artística: sentir, emocionarnos, conmovernos. Y a partir de lo que experimentamos podemos reflexionar y conocernos mejor. Deliberadamente ambiguo con el fin de provocar, “fingir” no significa aquí lo que es usual en nuestros días, “engañar”, sino más bien “representar”, “emular”, incluso “encarnar”, tal como puso de manifiesto el también poeta, traductor y estudioso Ángel Crespo en “Las interioridades del fingimiento en la obra de Fernando Pessoa”, (reunido en los ensayos Con Fernando Pessoa, Madrid, Libertarias, 1995, pp. 331-344). Por lo demás, esta concepción del arte coincide en buena medida con la del filósofo Arthur Schopenhauer. 

     Testigo de su arte siendo apenas párvulo (“a él le debo mis primeros escalofríos ante el indescifrable hecho poético”), el poeta y periodista Manuel Alcántara, en su preciso y precioso prólogo a la biografía antes citada, escribió: “Era el cartameño no sólo un actor, sino un actor y toda la compañía. Se emplazaba sólo ante el silencio y escenificaba poemas. Los representaba con un prodigioso dominio de la expresión corporal. Parecía estar siempre de perfil y tenía, como los ruiseñores, ´más voz que carne`. La gestualidad, inevitablemente teatral, porque estaba en un teatro, lograba una identificación inmediata con el auditorio”.

     Cualquiera que se sirva de las manos para expresarse sabe que nos ayudan no sólo a comunicar, además a verbalizar, a descubrir palabras que apenas intuimos o balbuceamos. Es sabido que desde una perspectiva evolutiva, la bipedestación es un hito dentro de la antropogénesis de nuestra especie, pues al caminar erguidos no sólo ampliamos nuestro campo de visión, sino que también liberamos nuestras manos, sin las cuales es inconcebible la fuerza transformadora del trabajo y la técnica. 

     Sin ir más lejos, la escritura y la pintura son a la cultura lo que el ADN a la genética: si esto último permite traspasar de generación en generación rasgos hereditarios que condicionan nuestra fisiología y psicología, la escritura es la huella que nos permite recoger los hilos del pasado, y aprender y crecer a partir de la experiencia de artistas, pensadores y científicos, de tal manera que la evolución cultural puede acelerar e incluso mejorar la evolución natural. 

     Manuel Alcántara añadía algo acerca del arte de González Marín que merece la pena recordar: “Un hombre de su personalidad no podía crear escuela, ya que hubiesen acusado de plagiario a todos los que estuvieran en su órbita. He oído a grandes recitadoras, cuando este arte estaba en boga: (Berta Singerman hacía sonar campanas; Gabriela Ortega, que pudo ser la Lola Flores de cierto género de poesía argumental, era la vehemencia; García Morón, que pudo ser la Édith Piaf de una lírica más intimista y sugeridora, representó la modernidad de su tiempo), pero he oído a pocos grandes recitadores. A ninguno como él”. 

    No sólo era un actor y una compañía en una sola persona; era, en palabras de Francisco Sierra Berdocia, “un gran trasplantador de almas colectivas”, capaz de pasar de la declamación a la escena, y de esta al canto, como explicará con detalle uno de sus biógrafos, José Luis Jiménez Sánchez. Y, sin embargo, en la ciudad donde nació y creció, donde retornó siempre que pudo y decidió morir y ser enterrado, Cártama, el teatro que llevaba su nombre, pues al fin y al cabo ninguno de sus hijos consiguió elevar su arte hasta tal altura y reconocimiento internacional, sigue sin llevarlo. ¿Hasta cuándo no volverá a llamarse el teatro “González Marín”? ¿Hasta cuándo trataremos así a las personalidades más ilustres?





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Visita al despacho-museo de González Marín







Desde hace varios años, miembros de nuestra asociación están intentando localizar “El embrujo de Sevilla” de Benito Perojo, con González Marín como protagonista, pero sin mucho éxito por el momento.
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El Rincón de González Marín en el IES Valle del Azahar